martes, 10 de junio de 2008

Llegué a Luebo

Después de 5 horas de sueño, de una ducha rápida y un desayuno ligero salimos al alba para ser pesados junto con otros "bultos" que volarían con nosotros (cosa de no pasar el peso justo para no estrellarnos en el medio de la jungla africana), serían 3 horas hacia el corazón de la RDC, con una pausa de 1 hora para cargar combustible.
Pasar por la balanza fue un trámite rápido, pero a eso de las 9am seguíamos esperando a que la avioneta estuviera lista, hacía calor y el jean, el polo y las botas « chancabuques » que había escogido para protegerme de las serpientes que también vivían en el campamento (que durante un mes sería mi casa) comenzaban a parecerme insoportables. A la distancia no lograba distinguir al piloto del avión que se encargaba de colocar en algún orden secreto todos los bultos, solo era evidente que era blanco. Me hubiera sentido más segura si hubiera sido negro solo por la necia idea de que conocería mejor su país (desde el aire ?), que tendría más experiencia de volar con las mínimas medidas de seguridad (presuponiendo que las reparaciones de la avioneta fueron hechas con piezas bamba!!), que en caso de emergencia sabría mejor que hacer (la improvisación es un rasgo de los africanos ?).
Finalmente, al sentarme en mi sitio intenté olvidar mis miedos pero el piloto casi me hace bajar de un salto al pedirnos que lo acompañemos en una «pequeña plegaria antes de iniciar el viaje, para que Dios nos acompañe y nos proteja» (luego sabría que era un pastor americano que trabajaba, por muy poco dinero, desde hace años en la RDC para ayudar a su prójimo), felizmente encontré, en las miradas irónicas de mis compañeros, un poco de calma.
Volamos sin novedad sobre varios matices de verde y de gruesas lineas marrones onduladas hasta llegar a Luebo. La pista de aterrizaje era también verde y desde lo alto se veía como una zanja en el medio de la vegetación. Había 2 camionetas esperándos en un extremo y podíamos ver a las personas acercarse corriendo para vernos (la mayoría de adultos no había visto a blancos desde hace 40 años y casi todos los niños nunca en su vida los/nos habían visto).
Al bajar del avión debíamos estar a 45°C, y ya no había vuelta atrás, me sentí sola, y comprendí que no solo estaba lejos de mi casa, sino que, de entrar en pánico y desear partir de ahí debería esperar una semana por la siguiente avioneta. Como en la mayoría de casos cuando la angustia se apodera de mí, tomé aire y empecé a observar: había verde y arena roja que se pegaba al cuerpo, habían niños y adultos que sonreían y nos gritaban y extendían las manos al otro lado de la palizada. Saludamos/despedimos lo más efusivamente posible (las consignas de seguridad nos obligaban a evitar cualquier tipo e contacto físico) a los que debían partir con la misma avioneta y esperamos, transpirando, a que desde la base enviaran una camioneta más (la primera había sido cargada rápidamente y al máximo con el material que traíamos y la otra que estaba ahí no era de nuestra organización).
En 40min. a través de un camino asentado y lleno de huecos, llegamos al campamento (de una dimensión de más o menos 4 canchas de tennis), completa y rudimentariamente cercado, había vigilantes en la puerta (ese tipo de cosas no siempre me hace sentirme más segura).
Conocimos a nuestra jefa de campo, vestida con un polito ligerito, pantalones tres cuarto y sandalias, era guapa, enérgica, segura de sí misma, clara en sus espectativas respecto a nuestro trabajo, vital pero un poco cansada y dispuesta a clavar sus ojos en los tuyos durante toda una conversación. Ella nos explicaba generalidades, nos señalaba nuestras carpas, las letrinas, las duchas, el salón de reuniones y nos invitaba a ir a servirnos que comer en « la cantina », y yo pensaba que si yo debía usar las botas todo el tiempo moriría y que más me valía no entrar en pánico.

2 comentarios:

Jen dijo...

ampay!!!!!!! ta lindo tu blog mi reina

Fiore dijo...

Jejeje!! con ojos de hermana no vale pes!